martes, 3 de abril de 2018

TE QUIERO, JUAN, cuento de Lucía Amelia Cabral


Hijo de la harina y del agua, Juan hacía honor a esa sencillez propia de todos los suyos. Así era, mas a decir verdad no por ello dejaba él de enredarse a veces en unas historias algo complicadas.
Fue una tarde, cuando aún nubes blancas en el cielo había, que por vez primera sus preocupaciones él me refirió.
Pero si es necesario el orden de las cosas respetar, este cuento, y con él todos los cuentos que existen, por su justo principio ha de comenzar.
Juan, mi gran amigo el pan de agua, nació en horno de leña que tenía fama tan notable que más allá del vecindario trascendía. Crecido de buena levadura y unas piezas de sal, desde muy temprano demostró Juan ser inteligente a corteza cabal. Lo que se llama ingenio, esa magia especial para entender, le sobraba a él. Y, sin embargo, había la ocasión cuando su habilidad para pensar, más bien para inventar inconformidades la empleaba Juan.
Y aceptarlo yo no podía. ¡Todo me parecía mucha bellaquería de Juan!
—¡Ay! —con ardor exclamaba él sudoroso hasta el colmo de su rayita central, —¡Pan y miel, eso sí la vida no es!
Realmente esfuerzos en lamentarse a sacos llenos desperdigaba Juan.
—No es que sea exagerado yo. No, no, ¡No! —Argumentaba él —Sé bien que en mí no escasea la razón.  —Y arreciando la fuerza de su voz, entonces Juan agregó:
—Ya un pan de agua es nada, no vale más que migaja. Lo que se dice respeto, admiración, aprecio por nosotros, todo ello hace rato el mundo voraz se lo comió.
—Y por eso henos aquí, a mí y a todos mis congéneres, flacos de oportunidades y pobres de afecto compartido. ¡Ay, nunca me cansaré de repetirlo: pan y miel la vida no es!
Su lamento, a mí profundamente me conmovía. Mucho sus palabras me inquietaban. Pero, para ser sincera, a comprenderlo del todo no alcanzaba yo.
Mientras, Juan no detenía su queja, ni tampoco sus pies. Tanto era así, que de momento pensaba yo que era un raro afán de pan ambulante lo que le animaba a él. Dale que dale, caminaba y caminaba el pedacito de calzada frente a la puerta de la casa mía.
Gastando sin misericordia sus zapatos blancos, parecía que Juan a ninguno de sus dos pies podría parar.
—Mentira yo jamás he sabido hablar, —con vibrante insistencia proseguía Juan. —Si alguien no me puede entender, que me acompañe a la panadería para que raudo compruebe la verdad de mi decir.
—Crecer, sí, cuánto ha crecido nuestro país, —proclamaba mi pan amigo, curvando en alto ambos brazos enardecidos. —Y pregunto yo, ¿con qué propósito? ¡Sólo para quedarnos pequeños a nosotros!
—No entiendo —interrumpiendo finalmente el hilván de su discurso, con firmeza le repuse despacito.
—Estas cosas tuyas, Juan no entiendo yo. No entiendo tu enojo. Ni tampoco a nuestro país tus reproches. De verdad, pancito amigo, en mí no cala el justo sentido de tus palabras.
—¿Cómo? —azorado me fustigó Juan. —¿Acaso tendrá lo evidente que armarse de muchas aclaraciones? ¡Que no comprendes! Y alzando con brío su puño derecho exclamó:
—¡Santa Harina de Dios, cómo me decepcionas tú!
Ya definitivamente perdida la calma, Juan a seguidas se exasperó:
—¡Entre el redondo pan árabe y el larguísimo francés, cuánta desconsideración! Los panes de pasa, de leche y de mantequilla, las medialunas, los rellenos de queso y jamón, de crema y de chocolate, —con atropellada fuerza seguía apuntándome Juan, —las teleras, el pan negro, el de papa y el de maíz..., fundas van y fundas vienen con panes de todas nacionalidades, clases, tamaños ¡y hasta galletas de ajo y también de ajonjolí!
Y así las cosas, duramente me interrogó:
—¿Crees tú que a nosotros un espacio importante en el mostrador de la vida nos dan? ¡Qué va! La realidad no es otra que un cartel irrespetuoso y vulgar anunciando que aún nos venden por tres o cuatro pesos, no más.

—Dices verdad, Juan, —intervine entonces yo, fijos mis ojos oscuros en su mirada. —Algo grave, demasiado grave contigo y los tuyos acontece. ¡Qué peligroso es el peligro, Juan! Te aseguro que se vuelve gigante mi temor. Porque estoy convencida, tan convencida como la distancia de tu lejanía que… ¡El buen juicio tú enterito lo has perdido! Y en chucherías, es en chucherías mentales, que estás entretenido ¿Será acaso que solo con baratijas entusiasmas de fuerza tu corazón? Juan, pancito mío, te lo ruego. Escúchame bien. ¿Cómo pretendes tú que los demás guarden para ti un sitio especial si tú mismo desconoces cuál es la grandeza de tu lugar? ¿No será que de repente se te han encogido los deseos de compartir y perezosa tu memoria, olvidas, pan amigo, que únicamente si sabes a ti mismo apreciar, podrás el aprecio de los demás recibir.
Por último le añadí:
—¡Qué ingrato, Juan es tu discernir!

De pronto a Juan se le volvió miga la elocuencia, Juan calló. Hasta su piel tostada se ablandó. Yo también hice silencio, mientras crecían en mí unas ganas muy grandes de abrazarle. En eso, dulce como un pan de azúcar, el alma se le hizo sonrisa. Y sucedió. Yo me di cuenta. Juan, aquella tarde del mes de julio, entendió.
Fin


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